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Dignidad, trabajo y San Agustín…

El Palenque de opinión del Dr. Leopoldo Trivel

Reflexiones derivadas de discusiones
Desde chicos nos enseñaron que el trabajo dignifica. Una de esas frases que se repiten con la convicción de quien no las ha pensado nunca. Tan arraigada está, que la escuchamos en la boca de ministros, curas, empresarios y hasta en las sobremesas donde los que nunca trabajaron con las manos juzgan a los que lo hacen con el cuerpo. Se supone que trabajar nos da sentido, nos ennoblece, nos vuelve “útiles”. Aunque en realidad, para muchos, el trabajo dignifica tanto como una cadena: apenas les permite seguir arrastrándose, pero no mucho más.

Porque, seamos serios, si el trabajo realmente dignificara, entonces los más dignos de este país deberían ser las auxiliares de limpieza que salen de madrugada, los peones rurales que aún esperan condiciones decentes, o los repartidores que se juegan el cuerpo y la bicicleta bajo la lluvia para llevarte la cena. Pero lo que reciben a cambio no es dignidad: es cansancio, frustración y cuentas impagas. El salario mínimo no da ni para una vida mínima. Y ni hablemos de jubilaciones mínimas: hay dignidades que se exprimen durante 40 años y después se archivan como documentos viejos.

Decir que “el trabajo dignifica” es una forma elegante —y profundamente ideológica— de justificar el orden existente. ¿Quién puede estar en contra de algo que «dignifica»? ¿Quién se animaría a cuestionar ese dogma sin que lo tilden de vago, populista o, peor aún, de comunista? Y sin embargo, cuestionarlo es urgente. Porque detrás de esa frase se esconde una trampa: no se está hablando del trabajo como realización, como proyecto personal o como aporte a la sociedad. Se está hablando del trabajo remunerado, bajo subordinación, dentro del mercado. Lo que realmente se dice es: te damos algo de plata a cambio de tu tiempo, tu salud, tu energía y tu juventud. Y además, deberías agradecérnoslo.

¿Y qué pasa con quienes trabajan y no logran vivir con dignidad? ¿Los que hacen “todo bien” y aun así no llegan a fin de mes? ¿Son indignos? ¿Fracasaron en qué exactamente? ¿En el sacrificio?.

¿Y qué pasa con quienes no pueden trabajar? ¿Los que cuidan a otros, los que viven con discapacidades, los enfermos crónicos, los que están rotos por dentro aunque no se les note por fuera? ¿No tienen derecho a la dignidad? ¿O la dignidad está reservada solo para quienes logran ser productivos? Hay personas que enfrentan batallas diarias infinitamente más duras que una jornada laboral, y sin embargo, el sistema los observa con sospecha, con lástima o directamente con desprecio. Como si no generar ingresos los volviera prescindibles. Como si vivir fuera algo que hubiera que justificar.

La pandemia de COVID-19, con todos sus horrores, tuvo al menos la decencia de sacudir un poco estas certezas. Dejó al desnudo que el sistema no se cae cuando algunas personas reciben ingresos sin trabajar. Que hay trabajos esenciales y otros que son simplemente bien pagados. Y que muchas veces, quienes menos ganan, sostienen a los que más cobran.

Es en ese contexto que en distintas partes del mundo se volvió a hablar —sin tanto pudor— de la renta básica universal. Un ingreso garantizado para toda persona, sin condiciones, como un derecho ciudadano y no como limosna estatal. ¿Utopía? Puede ser. Pero también lo fue alguna vez la jornada de 8 horas, el voto femenino o el matrimonio igualitario.

Finlandia hizo una prueba. Alemania lo está discutiendo. En América Latina, Brasil tuvo experiencias piloto, y Colombia ya tiene propuestas formales sobre la mesa. Incluso en Uruguay, un país que suele llegar tarde pero llega, se han esbozado debates al respecto en ámbitos académicos y parlamentarios. Porque, más allá de la viabilidad fiscal (que hay que discutir, claro), la pregunta de fondo es otra: ¿vamos a seguir defendiendo un modelo que castiga la pobreza como si fuera un vicio moral, mientras premia la especulación como si fuera una virtud?.

Paradójicamente, la frase “el trabajo dignifica” muchas veces sirve para justificar un orden profundamente indigno. San Agustín, que no era ningún marxista, fue bastante más claro y menos hipócrita cuando escribió que “un reino sin justicia no es más que una banda de ladrones”. Cambiemos “reino” por “modelo de desarrollo” y lo entendemos mejor: un sistema donde millones trabajan y no acceden a lo básico, otros no pueden trabajar y son estigmatizados por existir, mientras unos pocos —con la dignidad tercerizada— acumulan dividendos por el trabajo ajeno.

Una renta básica no reemplaza la necesidad de trabajar ni el valor del esfuerzo. Pero sí redefine el punto de partida. Quita el miedo. Libera tiempo para criar, para estudiar, para emprender o simplemente para vivir sin la humillación diaria de tener que justificar tu derecho a existir.

Tal vez por eso molesta tanto: porque amenaza con devolver la dignidad a quienes se les negó durante generaciones. Y eso sí que sería verdaderamente revolucionario.

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