1993: “LOS DÍAS DEL SILENCIO: FRANCESCOLI, LOS REPATRIADOS Y UNA ESPERA INFINITA EN TOMASITO”
Aquella espera en Tomasito no fue un fracaso periodístico: fue la confirmación en vivo de que la selección había entrado en un territorio donde ninguna pregunta podía obtener respuesta —porque la respuesta era todo el conflicto entero.

HECHALACELESTE/Desde Montevideo Eduardo Mérica para FMFUTBOL.
Hay noches que quedan grabadas no porque alguien hable, sino porque nadie lo hace.
Y en la historia del periodismo deportivo uruguayo, pocas veces un silencio tuvo tanto peso como aquel que vivimos en 1993, cuando seguimos de cerca —casi cuerpo a cuerpo— el conflicto más profundo que haya atravesado la Selección Uruguaya desde la era moderna: el enfrentamiento entre Enzo Francescoli y los repatriados contra el seleccionador Luis Cubilla.
Fue un conflicto que dividió al país, que marcó relaciones para siempre, y que reveló una grieta que venía incubándose desde hacía años: la tensión entre el fútbol uruguayo exportado al mundo y la estructura local que todavía se resistía a reconocerlo como parte legítima del ADN celeste.
Y nosotros estuvimos allí.
Vimos la fractura.
Y aquella noche en Tomasito, en Pocitos, fuimos testigos privilegiados —aunque mudos— del capítulo más simbólico de aquel quiebre.

LA TORMENTA QUE YA RUGÍA: CUBILLA CONTRA EL NUEVO URUGUAY FUTBOLERO
Cuando Luis Cubilla tomó el mando de la selección, traía una convicción férrea:
el jugador uruguayo hecho en Sudamérica era, según su visión, más comprometido, más sacrificado, más cercano a la esencia combativa del fútbol local.
Del otro lado estaban los futbolistas que triunfaban en Europa, representados en su mayoría por el empresario Francisco “Paco” Casal, un actor que cambiaba para siempre la economía del fútbol uruguayo y que no caía simpático en los círculos tradicionales.
Cubilla, sin filtro, lanzó declaraciones públicas asegurando que los jugadores provenientes de Europa venían “ablandados”, sin la intensidad que él consideraba indispensable.
Un dardo dirigido, aunque sin nombre, a los líderes del plantel: Francescoli, Fonseca, Aguilera, Rubén Sosa, entre otros.
Ellos no dejaron pasar el agravio.
Respondieron con una carta formal anunciando que no acudirían a la Copa América bajo ese trato.
Renunciaron.
Y la selección se partió en dos.
EL SEGUIMIENTO: UNA HISTORIA CONTADA DESDE LA VEREDA
En medio de aquella tensión, el periodismo era una mezcla de urgencia, rumor y calle.
No había redes sociales, no había celulares inteligentes: había que estar ahí, donde las cosas pasaban.
Y ahí fuimos.
Las horas previas al episodio de Tomasito fueron una maratón de pasillos en el Estadio Charrúa, entradas de hoteles, estacionamientos, charlas sueltas en cafeterías y un sinfín de negativas educadas pero impenetrables.
Los repatriados hablaban entre ellos.
Con la prensa, apenas un saludo.
El conflicto hervía, pero nadie decía una palabra.
El silencio era la orden del día.

TOMASITO DE POCITOS: LA NOCHE DONDE TODOS HABLARON… MENOS CON NOSOTROS
El Restaurant Tomasito, en la esquina de Benito Blanco, era un clásico de la bohemia futbolera montevideana.
Mesa larga, sobremesas eternas, discusiones de café con olor a asado y vino tinto.
Era uno de esos lugares donde uno podía ver a un campeón de América almorzando al lado de un vecino cualquiera.
Y esa noche, nosotros sabíamos que Francescoli, Daniel Fonseca y Carlos «Patito» Aguilera estarían por allí.
La cita no era oficial, pero era real.
La consigna periodística era simple:
esperar… y grabar.
Sacar aunque fuera una frase.
Un gesto.
Un indicio.
Alguna palabra que explicara esa ruptura histórica con Luis Cubilla.
Llegaron tarde, después de la medianoche.
Caminaron juntos.
Serios.
Firmes.
Francescoli con ese andar sereno e inmutable.
Fonseca con su energía punzante.
Aguilera con su gesto de concentración perpetua.
Nosotros estábamos —literalmente— en primera fila.
Grabador en mano.
Micrófono listo.
Y entonces ocurrió lo que ninguna redacción quería escuchar:
No dijeron nada.
Absolutamente nada.
No fueron agresivos.
No fueron descortés.
Fue apenas un movimiento suave, casi una danza:
esquivar el grabador, pasar de largo, sonreír sin detenerse, ofrecer un gesto amable pero impenetrable.
Una coreografía de silencio.
La misma respuesta de los tres.
Como si lo hubieran ensayado.
Y la noche siguió igual: intensa, larga, pesada, con un aire que se podía cortar con cuchillo.
El mensaje estaba claro:
hablar significaba romper algo más grande que un vínculo con la prensa.
Era una guerra civil dentro del fútbol uruguayo.
Y ellos no iban a declarar un solo disparo fuera de la cancha.

EL PESO DE ESE SILENCIO
Años después, entendimos lo que aquella noche simbolizó.
En ese silencio hubo:
-
Lealtad entre jugadores.
-
Estrategia directa hacia la AUF.
-
Respaldo absoluto a la renuncia colectiva.
-
Rechazo a ingresar en un desgaste mediático.
-
Y una señal hacia Luis Cubilla: la fractura era seria, profunda e irreconciliable.
Aquella espera en Tomasito no fue un fracaso periodístico:
fue la confirmación en vivo de que la selección había entrado en un territorio donde ninguna pregunta podía obtener respuesta —porque la respuesta era todo el conflicto entero.
UN PAÍS ENTENDIENDO EL FIN DE UNA ERA
El silencio de Francescoli y compañía marcó un antes y un después.
Cubilla siguió firme en su postura.
Los repatriados mantuvieron la suya.
Se perdió la Copa América y la clasificación al Mundial de Estados Unidos 1994.
Y el fútbol uruguayo terminó pagando la factura de una grieta que, en el fondo, era ideológica.
La selección no era sólo un equipo: era un campo de batalla donde se discutía el futuro del jugador uruguayo.
Aquella noche en Tomasito fue parte de esa batalla, aunque el sonido ambiente fuera apenas el choque de cubiertos y el murmullo de los clientes.
EL SILENCIO COMO TESTIMONIO
A veces, el periodismo captura gritos.
Otras veces, captura silencios.
La crónica de los repatriados no se construyó con declaraciones:
se construyó con puertas que no se abrieron, con grabadores que no registraron voces, con miradas que decían más que mil palabras.
Y Tomasito, aquella noche, fue un templo del silencio.
Uno que hoy, visto desde lejos, explica mejor que cualquier frase lo que estaba en juego:
el alma misma de la Celeste.



