La extraordinaria Sociedad de la Olla del Club Wilman, vuelve para despedir el 2025
En tiempos donde la velocidad del mundo parece arrasar con todo, la vuelta de esta tradición es casi un acto de resistencia. Es decirle al barrio que todavía existe un lugar donde se puede estar juntos y sin apuros, donde se puede debatir, reír, recordar y volver a sentirse parte de algo más grande. Donde la olla vuelve a hervir para todos...

AMATEURISMO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para FMFUTBOL.
En el corazón del barrio Arroyo Seco, donde los adoquines siguen guardando historias de generaciones enteras, existe un legado que no figura en estatutos ni documentos oficiales, pero que vive con una fuerza que supera a cualquier archivo: la Sociedad de la Olla del Club Wilman. Ese patrimonio auténtico, sencillo y grandioso a la vez, nació sin más pretensión que la de juntar a la gente alrededor del puchero que hubiera, para compartir el día entero en camaradería. Y tal vez sin proponérselo, construyó uno de los rituales más entrañables del barrio.
La Sociedad de la Olla no fue creada como un acto formal. No hubo inauguración, discursos ni carteles. Surgió espontáneamente, casi como nacen las cosas que están destinadas a perdurar: del impulso natural de una comunidad que se sabía cercana, que entendía que el club no era solo un equipo, sino una extensión del hogar. Así, una mañana cualquiera, alguien arrimó una olla grande —la que siempre estaba a mano en casa de algún socio— y otro aportó verduras, y otro más un corte de carne que alcanzara para todos. Lo demás fue apareciendo solo.

El ritual se repetía, y cada encuentro tenía algo de fiesta y algo de confesionario. La olla hervía en el centro como un corazón común, y alrededor se reunían hinchas, socios, dirigentes, jugadores y vecinos. Allí, entre el vapor y los aromas del puchero, se abrían espacios de conversación que no existían en ningún otro lado. Se hablaba del club, sí, pero también de la vida, de los problemas, de los recuerdos, de cómo se había jugado el clásico de la esquina, del gol que nadie vio o de la pelota perdida en la azotea del vecino.

La rivalidad barrial, esa que en Arroyo Seco se hereda como los apellidos o los colores de los trapos, también ocupaba su espacio. Se discutía, se gastaba, se recordaban viejos enfrentamientos, se exageraban hazañas y se alimentaban historias que ya eran parte del folclore. La rivalidad existía, claro que sí, pero en la olla se transformaba. Porque alrededor del puchero, ningún rival era realmente enemigo, y las diferencias quedaban sometidas a la ley sagrada de la comida compartida: «acá todos somos del barrio”.
Lo maravilloso de aquella Sociedad de la Olla es que logró lo que pocas instituciones alcanzan: trascender el tiempo sin necesidad de permanecer fija en un lugar. No importaba si la olla se hacía en la sede vieja, en la cancha, en un fondo, en una vereda o en un baldío. El espíritu no estaba en el sitio, sino en la gente. Y cada encuentro, por humilde que fuera, estaba cargado de una mística que solo el Wilman y Arroyo Seco entendían en su totalidad.
Con el paso de los años, muchos de los protagonistas de aquellas jornadas se fueron del barrio, otros ya no están, y los tiempos cambiaron. Pero hoy, en la nueva etapa del Club Wilman, ese espíritu se empieza a recuperar con fuerza. Retomar la Sociedad de la Olla no es imitar el pasado: es honrar los principios de antaño, esos que enseñaban que la familia no es solamente la de sangre, sino la que uno elige en el club, en la cancha y en la vida cotidiana.

En tiempos donde la velocidad del mundo parece arrasar con todo, la vuelta de esta tradición es casi un acto de resistencia. Es decirle al barrio que todavía existe un lugar donde se puede estar juntos y sin apuros, donde se puede debatir, reír, recordar y volver a sentirse parte de algo más grande. Donde la olla vuelve a hervir para todos, y donde cada encuentro reafirma que la identidad no se pierde mientras haya alguien dispuesto a mantenerla encendida.
Porque la Sociedad de la Olla del Club Wilman no es solo una comida comunitaria ni un lindo recuerdo. Es una forma de vivir, un modo de reconocerse entre vecinos y un símbolo de que la familia —la verdadera— se arma alrededor del fuego, del puchero, del relato compartido y del cariño por los mismos colores.
Y ahora, como antes, basta que alguien diga “¿hacemos una olla?” para que el barrio entero se ponga en movimiento. Porque en Arroyo Seco, y especialmente en el Wilman, estar en familia es estar juntos, donde sea y cuando sea.

Crónica emotiva: Donde el corazón del Wilman vuelve a hervir
Hay cosas que no se explican: se sienten. Y en el barrio Arroyo Seco, una de esas cosas es la Sociedad de la Olla del Club Wilman, un gesto simple convertido en tradición, y una tradición convertida en refugio emocional para generaciones enteras.
Porque la olla del Wilman nunca fue solo un puchero.
Fue un abrazo grande, caliente, que envolvía a todo el barrio.
Aquel encuentro empezaba antes de que la tapa levantara el primer vapor. Empezaba con la llegada de la gente: uno con una bolsa de papas, otro con un pedazo de carne, otro con una historia para contar. Se formaba una ronda sin que nadie la ordenara, como si los cuerpos supieran dónde pararse para no perderse ninguna palabra.
Y mientras la olla se calentaba, también se calentaban los corazones.
En ese espacio mágico, los hinchas, socios, dirigentes, jugadores y vecinos dejaban de tener roles. No había jerarquías, no había diferencias, no había apuros. Había un único idioma: el del barrio. Y un único paisaje: el del humo subiendo lento mientras las voces se entrelazaban.
La rivalidad barrial, esa que afuera podía ser picante, adentro se volvía parte del folklore.
Entre bromas, cargadas y risas, se tejían amistades inesperadas. Porque en la olla del Wilman nadie era visitante: todos eran de la casa.

Y así transcurrían horas enteras, con el sol moviéndose despacio sobre las cabezas y con las viejas anécdotas volviendo a nacer cada vez que alguien las contaba. Historias de canchas de tierra, de pelotas que terminaban en los techos, de partidos interminables, de héroes anónimos del barrio, de festejos que duraban más que los campeonatos.
La olla era un puente, un lugar donde las generaciones se encontraban.
Los más grandes enseñaban, los más chicos escuchaban, y todos sentían que pertenecían a algo que venía de muy lejos y que tenía futuro.
Hoy, en esta nueva etapa del Club Wilman, esa esencia vuelve a despertar. Y emociona ver cómo, sin necesidad de grandes anuncios, la gente entiende que la tradición sigue viva. Que alcanza con un fogón, unas pocas verduras y un rato libre para que todo vuelva a tener sentido.
Porque la Sociedad de la Olla es mucho más que una costumbre:
es la memoria afectiva del barrio,
es la identidad que no se rinde,
es la familia que no necesita apellido,
es el orgullo de saber que nadie está solo mientras exista un plato para compartir.
Y cada vez que el barrio se reúne alrededor de esa olla, pasa algo que no se puede describir con palabras: el Wilman late más fuerte.
Late como antes.
Late como siempre.



