Amateurismo

Una novela Clara: Cuando el barrio empezó a creer en el Salvador

Desde entonces, algo cambió. El doctor ya no estaba, pero empezó a estar en todas partes. En los relatos. En las curaciones imposibles. En la fe popular. En el barrio se empezó a decir que el doctor curaba todo. Que seguía ayudando. Que no se había ido del todo.

AMATEURISMO EN EL BARRIO ARROYO SECO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para DIARIO URUGUAY.

Capítulo 18: El hombre del banco de la plaza

Fue en la esquina de Tapes y Agraciada.
No lo estábamos buscando.
Las cosas importantes casi nunca se buscan.

El barrio respiraba despacio esa tarde. El tránsito era escaso, el aire tibio, y la Plaza Joaquín Suárez parecía detenida en el tiempo. Allí estaba él, sentado en un banco, como si hubiera estado esperando. No tenía nada de extraordinario a simple vista, pero bastó cruzar la mirada para entender que no era un vecino más.

—¿Se quieren sentar?

La voz era calma. Clara obedeció primero. Nicky después. Nadie preguntó el nombre. No hizo falta. En Arroyo Seco se sabía quién era. El doctor Salvador García Pintos. El milagroso vecino del barrio.

Esposo.
Padre.
Médico.
Docente.
Legislador.
Periodista.

Pero, antes que todo eso, un hombre distinto. De esos que cargan una historia sin alardearla.

Habló sin prisa, como si contara algo que ya había sido dicho muchas veces, pero que todavía merecía ser escuchado. Les habló de su infancia rota. De la madre perdida a los siete años. Del padre, a los diez. De los salesianos en Talleres Don Bosco, que lo recibieron cuando ya no quedaba nadie. De cómo los curas supieron ver en él algo fuera de lo común.

Nombró al doctor Lenguas, su padrino en la vida.
A Monseñor Camacho, su padrino espiritual.

Y habló del viaje. Lovaina. Roma. Filosofía. Teología. Joseph Mercier. La doctrina social de la Iglesia. Decía los nombres como quien nombra estaciones de un camino largo. Contó que fue en Europa donde entendió que su fe no iba a pasar por el púlpito, sino por las manos.

—Yo quería amar al prójimo curándolo.

Pidió la dispensa. Estudió medicina. Tres años. Hasta que la guerra, en 1914, lo empujó de regreso. Uruguay lo recibió distinto. Terminó la carrera. Trabajó en la cárcel de Punta Carretas. Enseñó francés. Se casó. Formó familia. Vivió en ese castillo hermoso de Avenida Agraciada que todos conocían y nadie había visitado.

Habló, también, de la lucha. De las desventajas. De la campaña contra el aborto cuando parecía una batalla perdida. De artículos, conferencias, plazas llenas. De la gente convencida. De la ley de 1937 que cambió lo que parecía inamovible.

Nicky escuchaba sin pestañear. Clara, en silencio, tenía esa mirada suya, honda, como si entendiera algo que todavía no podía decir. A ratos, parecía que no estaba ahí. A ratos, parecía que lo estaba más que nadie.

Al despedirse, Salvador sonrió.

—Vengan un día al castillo.

Asintieron. Prometieron.
Pero el barrio ya sabía.

Días después, la noticia corrió como corren las cosas que duelen: rápido y sin detalles. Salvador García Pintos había muerto en La Floresta. Pescaba con amigos. El barco se dio vuelta. El agua no dio tiempo. Todo terminó a metros de la orilla.

Nicky no entendía cómo alguien así podía desaparecer. Clara bajó la cabeza. No lloró. Solo miró lejos, otra vez.

Desde entonces, algo cambió. El doctor ya no estaba, pero empezó a estar en todas partes. En los relatos. En las curaciones imposibles. En la fe popular. En el barrio se empezó a decir que el doctor curaba todo. Que seguía ayudando. Que no se había ido del todo.

Para Nicky, ese día quedó grabado como la primera vez que entendió que algunas personas pasan una sola vez por la vida… y alcanzan.
Para Clara, tal vez, fue la confirmación de algo más profundo: que incluso los que parecen invencibles pueden desaparecer.

El banco de la plaza quedó igual.
La esquina también.
Pero desde entonces, Arroyo Seco tuvo una leyenda más.
Y Clara, sin saberlo, sumó otra ausencia silenciosa a su manera de mirar el mundo.

Capítulo 19: Cuando el barrio empezó a creer

Después de la muerte del doctor Salvador García Pintos, Arroyo Seco no volvió a ser el mismo. No de golpe, no de manera visible, pero algo empezó a moverse por debajo de las veredas. La fe, el mito y la memoria se mezclaron sin pedir permiso, como suele pasar en los barrios cuando alguien deja una huella demasiado grande para desaparecer del todo.

Se empezó a decir que el doctor seguía ayudando. Que había curado una fiebre sin remedio. Que una mujer había sentido alivio después de rezarle. Que un niño había salido del hospital contra todo pronóstico. Nadie podía probar nada, pero nadie lo dudaba. En cada historia había un vecino, un testigo, alguien que juraba haber visto.

La plaza Joaquín Suárez se volvió un lugar distinto. El banco donde se había sentado aquel día parecía conservar algo suyo. Algunos se sentaban ahí sin hablar. Otros pasaban y se santiguaban. El barrio, sin darse cuenta, estaba construyendo una presencia.

Para Clara y Nicky, todo eso se filtró de manera natural. No como miedo, sino como búsqueda. Empezaron a ir a misa a la iglesia de la calle Tapes. Al principio acompañados. Después solos. El templo era fresco, silencioso, con olor a cera y a madera antigua. Allí, Clara podía quedarse quieta sin que nadie se lo reprochara. Miraba el altar como antes miraba el horizonte.

La catequesis llegó como una extensión de ese clima. Historias de santos, de sacrificios, de milagros. A Nicky le interesaban las preguntas. A Clara, los silencios. Se sentaban juntos, escuchaban, copiaban, repetían. Pero cada uno entendía algo distinto.

Más tarde llegaron los boyscouts. Se reunían por la calle San Juan, cerca de los fondos de la iglesia. El uniforme, el pañuelo, los nudos, las consignas. Todo tenía un orden tranquilizador. Un sentido. Marchar, ayudar, prometer. Para Nicky era acción, pertenencia. Para Clara, era una forma de estar sin tener que explicarse.

El barrio aprobaba. Los veía crecer derechos, ocupados, “bien encaminados”. Nadie preguntaba demasiado. Nadie quería saber qué pasaba puertas adentro de cada casa. Arroyo Seco cuidaba a los suyos a su manera: ofreciendo caminos, no soluciones.

Clara seguía siendo la misma. A ratos presente. A ratos lejos. Pero ahora tenía lugares donde desaparecer sin alarmar a nadie. La iglesia. El grupo. El silencio compartido. Nicky, sin saberlo, empezó a sentir que esos espacios también eran una forma de retenerla.

La leyenda del doctor seguía creciendo. Se lo nombraba en voz baja. Se le pedían cosas pequeñas. Salud, trabajo, calma. Era como si su muerte hubiera abierto una puerta invisible que el barrio necesitaba.

Y Clara y Nicky, todavía niños, caminaban dentro de ese clima espeso de fe y relato, sin saber que esas creencias, esas promesas y esos silencios estaban preparando algo más grande. Algo que todavía no tenía forma.

Pero el barrio ya lo presentía.
Y cuando el barrio empieza a creer,
nunca es por casualidad.

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