Diario Uruguay

El país que confundió convicción con grito

Este empobrecimiento del pensamiento no es inocente ni espontáneo. Es funcional. Una ciudadanía enfrentada en trincheras opuestas es más manipulable, más dócil, más propensa a creer que la política es un combate eterno donde todo vale.

EL PALENQUE DE LEOPOLDO TRIVEL EN FMFUTBOL.
En América Latina nos empeñamos en mirar la política como si fuera un partido clásico: dos hinchadas, dos colores, dos gritos, dos verdades reveladas. Todo lo demás no existe. Así vivimos, empujados a elegir entre izquierda o derecha como quien elige entre dos remedios vencidos. Lo curioso es que muchos parecen disfrutarlo. La visión binaria es cómoda: no hay que pensar, solo repetir lo que dice el pastor de turno.

En Uruguay esta lógica infantil está instalada. No hay debate, hay banderas. No hay ideas, hay slogans. Y no hay ciudadanos, hay tribus. Basta prender la televisión o abrir Twitter para ver a dirigentes y opinadores convertidos en animadores de un circo que se sostiene a base de gritos. Caggiani del lado progresista, Da Silva del lado conservador, y toda una fila de dirigentes que viven del mismo juego: dividir, inflamar, caricaturizar al que piensa distinto. Son apenas los rostros visibles de un sistema que convirtió el grito en argumento y la descalificación en estrategia.

Nos vendieron la idea de que ser firme es gritar y ser tibio es pensar. Es una inversión peligrosa de valores que nos está dejando sin adultos en la sala. Si queremos un país mejor, necesitamos ciudadanos capaces de razonar aunque la tribu les ladre, capaces de escuchar aunque duela, capaces de construir aunque dé trabajo.
Pero lo más grave no son los personajes. Es el sistema que necesitan. Esta visión en blanco y negro le sirve a los partidos porque embrutece al votante. Si la ciudadanía pierde la costumbre de pensar, la política puede vender cualquier cosa. Puede mentir sin disimulo, puede dividir sin pudor y puede gobernar sin escuchar. Y seamos sinceros: no todo es culpa de los partidos. También aceptamos la comodidad de no pensar, de repetir lo que nos conviene, de encerrarnos en tribus que nos aplauden aunque digamos barbaridades. El fanatismo es un negocio redondo: cuanto más simple se vuelva la cabeza de la gente, más fácil es repartirle consignas como si fueran estampitas.

Y así, terminamos viviendo en un país donde mucha gente cree que quien piensa distinto es un enemigo. Donde una persona es descartada solo por decir “no coincido”. Donde el debate público ya no es intercambio, sino competencia de insultos. Donde la palabra “matiz” parece un defecto, y la palabra “razón” un lujo innecesario. Lo vemos todos los días: familias que dejan de hablarse por política, amigos que se odian por un tuit, gente que bloquea a otra como si borrar una opinión fuera borrar al individuo. Nos comportamos como si discrepar fuera una amenaza existencial. Ese es el triunfo perfecto del fanatismo: convertir a personas reales en etiquetas descartables.

Este empobrecimiento del pensamiento no es inocente ni espontáneo. Es funcional. Una ciudadanía enfrentada en trincheras opuestas es más manipulable, más dócil, más propensa a creer que la política es un combate eterno donde todo vale. El país se vuelve un tablero que otros mueven mientras discutimos entre nosotros como actores secundarios.

Pero una sociedad no se arma con cruzados. Se sostiene con personas distintas, de historias distintas, de barrios distintos, de religiones distintas, de partidos distintos. Se sostiene con acuerdos incómodos, con discusiones honestas, con respeto básico. Se sostiene entendiendo que nadie tiene la razón completa y que todos vivimos en esta hermosa penillanura levemente ondulada, nos guste o no.

Y es precisamente en ese punto donde vale recordar que no todo está perdido. El país no está condenado. Todavía tenemos reservas de sensatez, de ciudadanos que conversan sin levantar la voz, de gente que entiende que el otro no es una amenaza sino un compañero de ruta. Esa es la base sobre la que deberíamos construir: acuerdos modestos pero reales, diálogos sinceros aunque incómodos, una cultura política que valore la inteligencia más que la pertenencia.

La pluralidad no es un lujo intelectual: es la base misma de una democracia sana. Cuando el país se encierra en dos bandos, lo que se deteriora no es solo el tono del debate, es la calidad misma de la vida democrática. Y la razonabilidad no es tibieza: es el acto de madurez que permite convivir sin que la política se convierta en una guerra santa permanente. Necesitamos recuperar la capacidad de escucharnos con atención real, sin la impaciencia del que espera su turno para atacar. El intercambio de ideas exige respeto, tolerancia y la convicción profunda de que el otro no es un adversario a vencer, sino alguien que, desde sus propios caminos y certezas, también quiere un país mejor. Reconocer esa voluntad en quien piensa distinto no nos debilita; nos vuelve más dignos como sociedad y más capaces de construir un futuro que no dependa de gritos, sino de entendimiento.

Si seguimos celebrando a los predicadores del odio, vamos a terminar como un país chiquito con cabezas chiquitas, repitiendo consignas ajenas mientras creemos que pensamos por nosotros mismos. Y cuando eso pasa, la democracia deja de ser un proyecto colectivo y se convierte en una pelea de gallos donde nadie gana, porque todos salen lastimados.

Necesitamos la madurez de entender que, por más diferencias que existan, siempre llega el momento de sentarnos en la misma mesa para hablar con serenidad y buscar lo que nos une. Podemos discrepar, discutir argumentos y cuestionar visiones, pero si no somos capaces de dialogar con respeto para construir un rumbo común, el país se estanca. El progreso no nace del grito ni de la descalificación; nace del acuerdo inteligente entre quienes se animan a mirar más lejos que su propia esquina.

Nos vendieron la idea de que ser firme es gritar y ser tibio es pensar. Es una inversión peligrosa de valores que nos está dejando sin adultos en la sala. Si queremos un país mejor, necesitamos ciudadanos capaces de razonar aunque la tribu les ladre, capaces de escuchar aunque duela, capaces de construir aunque dé trabajo.
Un país que renuncia al gris renuncia a la inteligencia. Y un país que renuncia a la inteligencia se condena a vivir repitiendo la misma pelea vacía, década tras década, como si la política fuera un ring y no una responsabilidad compartida.

La madurez empieza cuando dejamos de gritar y empezamos a pensar. Porque sin pensamiento no hay democracia, hay reflejos. Y una república gobernada por reflejos no dura: se desmorona, lento pero de forma inevitable. Si no hacemos ese cambio, lo poco que quede en blanco o negro no será identidad ni convicción, será apenas ceniza de un país que eligió apagarse.
Leopoldo Trivel
21 noviembre de 2025

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