Amateurismo

Los Fantasmas del Fútbol Barrial: Historia Secreta de los Equipos Desaparecidos de Montevideo

El Wilman nunca murió del todo. Quedó en la memoria de los veteranos, en el relato de los que lo vieron campeón, en fotos amarillentas guardadas en cajas de zapatos y en los nombres que todavía resuenan cuando alguien menciona el fútbol del barrio: los Pino, Lombardo, Codevila y los interminables domingos de camiseta sudada.

AMATEURISMO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para FMFUTBOL.

 

En las calles de tierra, en los baldíos, en los fondos de las fábricas y en los rincones más humildes de Montevideo, late un fútbol que ya no está. Es un murmullo, un eco que se escucha solo si uno sabe detenerse y mirar con los ojos del que conoce que la historia del balompié uruguayo no se explica desde los grandes estadios, sino desde el anonimato heroico de cientos de equipos que ya no existen.

Las viejas ligas barriales —mucho antes de que la televisión y el profesionalismo reconfiguraran por completo el mapa del fútbol— fueron un hervidero de instituciones pequeñas, orgullosas, fundadas muchas veces con más entusiasmo que recursos. Allí convivieron clubes formados por inmigrantes, ferroviarios, obreros del puerto, jóvenes del barrio y hasta por familias enteras que veían en el fútbol no solo un deporte, sino un acto de pertenencia.

Los refugios y los vestuarios de los clubes barriales siempre fueron los boliches. Es incontable la cantidad de ellos y las historias que hay todavía para contar de aquel Montevideo futbolero.

La gran cartografía perdida

 

Los investigadores Gabriel Ladetto Porrini, Diego Antognazza, Héctor Sicco y Humberto Arosteguiberry han reconstruido, pieza por pieza, esa cartografía que se creía perdida. Su trabajo permitió revelar que, a lo largo de más de un siglo, Montevideo albergó al menos 251 clubes que integraron las diferentes categorías de la AUF y sus antecesoras.

Pero lo impactante no es el número; es lo que ese número significa.

Muchos de esos clubes desaparecieron sin dejar rastro: sin sede, sin personería jurídica, sin archivo fotográfico. A veces, el último vestigio es una camiseta deshilachada guardada por un nieto, o un recorte amarillento de un diario ya extinto. Otros clubes se desafiliaron voluntariamente, ahogados por la falta de recursos. Y algunos —quizás los más tristes de todos— quedaron descategorizados, flotando en un limbo administrativo, esperando un regreso que nunca llegó.

El fútbol en capas: la arquitectura de las categorías

 

Para entender estos equipos hay que comprender el laberinto de categorías en que se movieron. Desde la Primera División, pasando por la Segunda, la Intermedia, la Tercera Extra, la Extra B, la efímera Extra C e incluso una fugaz Sexta Categoría, los clubes navegaban en un sistema tan complejo como cambiante.

Los ascensos y descensos no solo eran deportivos: reflejaban también la economía del club, la capacidad de sostener un plantel, de pagar un alquiler, de tener un equipo de baby que asegurara el futuro. Cada categoría era un mundo y, en ese mundo, los equipos sobrevivían como podían.

Hubo desfiles por la calle Buenos Aires de la Ciudad Vieja de Montevideo, y el club más ganador, el Guaraní llegó a tener varias banderas para festejar sus títulos en el barrio, gracias a la mano artesanal de Doña Helena.

Historias mínimas de clubes gigantes en memoria

 

Cada equipo de esta lista guarda una historia particular. Algunas parecen sacadas de una novela.

Charley, que cambió su nombre en 1927 para convertirse en Independiente, buscando una identidad más local.
El C.U.R.C.C., semilla ferroviaria del fútbol criollo.
Deutscher, que se transformó en Teutonia y luego en Montevideo, siguiendo los vaivenes de la inmigración alemana.
Las Piedras, pionero absoluto: primer equipo del interior que se animó a disputar en la capital, en 1916, abriendo un camino que todavía hoy cuesta recorrer.
El Newcastle United criollo, que se reinventó como Alumni para uruguayizar un nombre que sonaba demasiado británico.
Pampero, que un día decidió dejar de ser Pampero y pasar a llamarse Sportivo Chivero, como si el nuevo nombre pudiera sacudir una historia que no terminaba de arrancar.
Sayago, fusionado con Belgrano Oriental en 1917, dos clubes que entendieron que la unión era la única manera de sobrevivir.

Y luego está Uruguay Onward, quizás el caso más fascinante, con una vida institucional que parece escrita por Borges: reforma estatutaria, cambio de nombre, fusión, retorno al nombre original… como si el club luchara desesperadamente por definir qué quería ser.

Equipos que nacen, equipos que mueren

 

La vida de los clubes barriales estaba marcada por fenómenos sociales profundos:
el cierre de una fábrica podía significar también el final del cuadro que la había fundado;
la desaparición de un tranvía podía borrar el barrio que daba identidad al equipo;
una inundación podía arrasar con la cancha donde se entrenaba desde hacía décadas.

En muchos casos, las instituciones se evaporaban sin ruido. No había asamblea final, ni comunicado, ni llaves entregadas. Simplemente dejaban de presentarse. Y el fútbol —tan implacable como hermoso— seguía adelante sin mirar atrás.

El valor de rescatar lo invisible

 

¿Por qué importa recordar a estos equipos desaparecidos?

Porque ellos construyeron las bases del fútbol uruguayo.
Porque en sus canchas embarradas nacieron jugadores que luego se consagraron.
Porque sus hinchas, aunque fueran un puñado, alentaban con la misma pasión que en el Centenario.
Porque cada camiseta representaba un barrio, una identidad, una forma de vida.

Recordarlos es un acto de justicia histórica.

Ladet­to Porrini y los otros investigadores no solo armaron un listado. Armaron un monumento a la memoria popular, un memorial del fútbol humilde, del que no salía en el diario, del que levantó el edificio invisible sobre el cual hoy descansa todo el fútbol uruguayo.

Epílogo: los ecos de un silbato que ya no suena

 

Si uno camina hoy por Montevideo puede encontrar, bajo el cemento, las huellas de esos clubes. Una esquina que antes era cancha. Un galpón donde hubo vestuario. Un muro que aún muestra, borrosos, los colores de una bandera.

La ciudad guarda esos recuerdos en silencio.

Y aunque ya no haya pelota, ni puntapié inicial, ni juez, ni tablones, la historia de los equipos desaparecidos de las ligas barriales sigue viva. Vive en la memoria de sus protagonistas, en el archivo de los obsesivos, en las crónicas que rescatan lo que el tiempo se empeña en borrar.

Como toda gran historia del fútbol uruguayo, es una historia de gloria, de sacrificio, de olvido… y de eternidad.

Wilman: la llama que se apagó y volvió a encenderse

 

El Club Wilman, aquel emblema del fútbol barrial que en la década de 1970 supo llenar canchas, mover barrios y forjar jugadores con alma de potrero, desapareció como desaparecen los clubes que nacen del sacrificio: sin estridencias, sin titulares, sin despedida. La crisis económica, los cambios sociales y la falta de recursos empujaron al Wilman a un silencio que duró décadas. Fue un adiós forzoso, más que una decisión: el tiempo se encargó de apagar la luz del vestuario y de cerrar la puerta del viejo local social de calle Agraciada 2612.

Pero el Wilman nunca murió del todo. Quedó en la memoria de los veteranos, en el relato de los que lo vieron campeón, en fotos amarillentas guardadas en cajas de zapatos y en los nombres que todavía resuenan cuando alguien menciona el fútbol del barrio: los Pino, Lombardo, Codevila y los interminables domingos de camiseta sudada.

El siglo XXI trajo algo inesperado: el regreso. Primero como un murmullo, luego como un proyecto, finalmente como una realidad. Nuevos dirigentes, herederos espirituales de aquellos pioneros, se propusieron devolverle al Wilman su lugar en el fútbol amateur. La misión no era sencilla: reconstruir desde cero, sin sede, sin recursos, sin categoría. Pero sí con algo que nunca faltó: identidad.

Hoy el Wilman vuelve a caminar, paso a paso, como quien regresa después de un largo viaje. No se trata solo de competir: se trata de renacer. De recuperar un nombre que supo ser bandera y que quiere serlo otra vez. De demostrar que, aunque el tiempo pase y las canchas cambien, hay clubes que están hechos de algo más fuerte que el olvido.

Wilman no vuelve para recordar lo que fue; vuelve para escribir lo que todavía puede ser. Y en ese intento, ya está haciendo historia.

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