Montevideo, la Ciudad que Despertó con una Pelota
Es verdaderamente atrapante la historia sobre la Federación Uruguaya de Football Amateur (F.U.F.A.), con foco especial en el título de campeón logrado por el Club Wilman del barrio Arroyo Seco en 1955, y en el contexto humano, deportivo e histórico de una federación que ya no existe pero que dejó una huella profunda y silenciosa en el fútbol uruguayo.

AMATEURISMO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para FMFUTBOL.
Las ligas barriales y el origen íntimo del fútbol uruguayo
A veces, para entender la gloria, hay que volver al polvo. Antes de los estadios repletos, de los cantos masivos y de los clubes mitológicos; antes de las tapas de diarios, de las Copas del Mundo y de los héroes inmortales, Montevideo fue un océano de campitos, un territorio apenas urbanizado donde la pelota picaba en terrenos baldíos y la ilusión se sostenía con dos piedras haciendo de arco. En ese paisaje, sin ruido de motores y con calles apenas delineadas, nació la primera gran pasión colectiva del Uruguay moderno: el fútbol.
La historia suele situar al país como cuna temprana del deporte, tierra de proezas olímpicas y mundiales. Pero detrás de todo eso existió otra historia, la historia del pueblo, la que se escribió en potreros de Arroyo Seco, la Aguada, el Cordón, el Buceo, el Cerro o La Unión. Y como recuerda el libro “La otra cara de la gloria”, el fenómeno barrial tuvo un crecimiento fulminante apenas inaugurado el siglo XX: Montevideo estaba sembrada de pastizales y de muchachadas que se arrimaban al cuero “de punta y parriba”, aprendiendo por instinto y contagio.

El estallido barrial: cuando todo el mundo fundaba un club
Solo hay que recorrer la prensa antigua para sentir aquel hervidero. El desaparecido periódico El Siglo ya advertía, en 1900, sobre la avalancha de equipos que surgían a ritmo de semana por semana. Y no eran pocos: una lista que hoy parece un censo de otro mundo, una constelación de nombres que pulsaba identidad, barrio y pertenencia.
1º de Agraciada F.C., Abayubá, Alianza, Americanos, Artigas, Athletic Democracia, C.U.D.F., Cerro, Colón, Constitución, Cualestomber, Democracia, Eastern, Ferrocarril, Júpiter, Lavalleja, Liberal, Liverpool, London, Manchester, Napoleón, Nelson, Oriental, Patria, Phoenix, Pretoria, Progreso, Rincón, San Martín, Sarandí, Solís, Thames, Treinta y Tres, Tritón, Triunfo, Unión, Universo y Uruguayos F.C.
Una ciudad entera fundando clubes.
Una fiebre.
Un movimiento social antes que deportivo.
Cada barrio quería su bandera, su camiseta, su pequeño orgullo. Y todo eso desembocó, naturalmente, en la necesidad de organizarse. Porque donde hay pasión, tarde o temprano aparece la competencia.

Las primeras ligas: el orden naciendo del caos
En 1905 emerge la Liga Unión Partidaria de Football, que inaugura su actividad con un duelo digno del nombre: Belgrano Bolívar vs. Unión Partidaria, y además en Punta Carretas, uno de los barrios donde el fútbol caló más temprano.
Solo un año después, en 1906, se constituye otra estructura clave: la French Association Football League, integrada por Imperio F.C., Constitución F.C., CURCC Peñarol, Thamesis y French A.C. Toda una institucionalidad nueva, con reuniones fijadas miércoles a las 20:30 en 25 de Mayo 435.
Y el campeón de aquella primera edición fue Imperio F.C., del combativo barrio Guruyú, símbolo de los tiempos: una zona humilde, resistente, donde el fútbol era respiro y orgullo.
Ese mismo año aparece también la Liga Wellington, que consagra al Titán como campeón, seguido por el pecular Cake Walk. Ya en 1907 brotan nuevas ligas: la Liga Nacional de Football, heredera de la Wellington, con dos divisiones; la Liga Juniors de Montevideo y la Liga Old Man, disputante de la famosa “Copa Salus». En 1910, otro hito: nace la Nueva Liga Artigas.
Era un mapa de democracia pura: todo club tenía un lugar y cada liga era un mundo entero.

El fútbol como identidad: mucho más que un juego
Pero estas ligas no fueron solo el embrión del fútbol organizado. Fueron mucho más: fueron la escuela donde Uruguay aprendió a jugar a su manera, con picardía, con viveza, con corazón y también con táctica rudimentaria pero intuida.
Los niños que crecieron en esas canchas serían los jóvenes que más tarde alimentarían a los grandes clubes que fundaron la AUF. Muchos futuros cracks se foguearon en terrenos que hoy ya no existen o están bajo calles, casas o edificios.
Las ligas barriales fueron la verdadera universidad del fútbol uruguayo. Allí se formó el gusto por el toque corto, el quite limpio, la gambeta que nace de la desigualdad del suelo. Allí se construyó la identidad rioplatense del juego.
Allí apareció, también, el germen del orgullo local: cada barrio defendía su camiseta como si fuera una causa histórica.
Un país que corre detrás de una pelota
En pocos años, Montevideo se convirtió en una ciudad que vibraba cada fin de semana por decenas de partidos simultáneos. Las canchas improvisadas quedaban marcadas por líneas invisibles, los arcos se armaban con palos o cuerdas, los veedores eran vecinos, y el público era la barra del barrio, las familias, los curiosos.
Ese fenómeno social —que hoy parecería romántico— fue real, masivo y espontáneo. No lo creó un Estado, ni una empresa, ni una institución. Lo creó la gente.
Y aquello preparó el terreno para todo lo que vino después:
los grandes clubes, la AUF, las primeras selecciones, los triunfos olímpicos, los mundiales, la cultura del “Uruguay no más”.

El latido original
Mucho antes de la gloria, antes de los héroes de París y Ámsterdam, antes de la epopeya de 1930, antes de que el fútbol se convirtiera en industria y espectáculo, Uruguay ya era un país que jugaba al fútbol.
Lo hacía entre yuyos, entre baldíos, entre calles de tierra y sueños de barrio.
Y allí, en ese origen humilde y poderoso, las ligas barriales de Montevideo escribieron la primera línea de una historia que todavía hoy sigue latiendo.

Montevideo: La Ciudad que Inventó el Fútbol en Cada Baldío
Ligas barriales, guindas de cuero y la raíz íntima de la identidad futbolera uruguaya
Para hablar del fútbol uruguayo, hay que volver al barro. A las piedras que hacían de arco, a las canchitas torcidas por el viento del sur, al olor del pasto ralo y la globa zurcida que pasaba de pie en pie entre niños descalzos. Antes de la gloria olímpica, antes de Maracaná, antes de los estadios colmados: Montevideo fue un inmenso potrero, una ciudad sembrada de baldíos donde el juego se multiplicó como un latido.
El libro “La otra cara de la gloria” ya lo advertía: apenas iniciado el siglo XX, la capital experimentó una explosión futbolera. Campitos, potreros y extensiones sin construir se convertían, espontáneamente, en escenarios donde la muchachada le pegaba “de punta y parriba” a la guinda. Y con el correr de esos primeros años, aparecieron decenas y decenas de clubes barriales: equipos que surgían por orgullo, por amistad, por vecindad o, simplemente, por la necesidad natural de jugar.
La primera multitud de camisetas
En 1900, el diario El Siglo ya listaba una colección interminable de nuevos clubes: 1º de Agraciada, Abayubá, Alianza, Americanos, Artigas, Cerro, Colón, Lavalleja, Liberal, Nelson, Oriental, Patria, Progreso, Treinta y Tres, Universo, Uruguayos… y la lista seguía como si Montevideo entera hubiera decidido, de repente, ponerse a jugar.
Era la primera gran fiebre del fútbol uruguayo.
Y no era una fiebre elitista. Era popular, totémica, visceral.
Las primeras ligas: cuando la ciudad se ordena a sí misma
Con tantos clubes, el siguiente paso era inevitable: organizarse. Así nacieron, entre 1905 y 1910, las primeras ligas barriales formales: la Liga Unión Partidaria, la French Association Football League, la Liga Wellington, la Liga Nacional de Football, la Liga Old Man, la Juniors Montevideo y la Nueva Liga Artigas.
No eran ligas para figurar: eran ligas para jugar, para medir fuerzas barrio contra barrio, para llenar los domingos de ruido, mates y discusiones. Imperio F.C., del barrio Guruyú, se convirtió en uno de los primeros campeones notables de aquella época. Y no faltaron los boliches que funcionaban como cuartel general de los equipos: lugares donde se repartían camisetas, se armaban listas de concentrados o se cerraban discusiones de táctica con una cerveza sobre la mesa.
“Los cuadros del barrio”: la época de oro del fútbol guinda y baldío
Décadas más tarde, la memoria de esas ligas brillaría en el artículo “Los cuadros del barrio” (2009), que rescató el espíritu crudo y romántico de ese Montevideo futbolero que ya estaba desapareciendo.
Allí se contaba que, por la Aduana, en el barrio Olímpico, florecían equipos bravíos bajo la sombra de boliches legendarios como El Hacha y La Telita.
De esas canchitas salían moñas, gambetas y futbolistas que más tarde serían referentes, como Larraura, Besuso o Muñiz.
La guinda de cuero era el centro del universo.
Por el Reducto, cerca de la Cervecería Oriental, equipos como Tres Estrellas, Dryco o Valdoco ofrecían un fútbol de alto vuelo, con taquitos, caños y jopeadas dignas de la Primera División. No era raro ver, en pleno verano, a figuras consagradas del profesionalismo mezclándose con amateurs por puro gusto de jugar.
“La vieja Carbone”, delantero aurinegro, era habitué.
Pilo, defensa de Bella Vista, también.
En Sayago, la famosa liga del barrio vio aparecer a Juancito López —futuro campeón del mundo en Maracaná— caminando con termo bajo el brazo y mate en mano, aconsejando a jugadores sin apellido pero con sueños enormes.
Por Capurro y Bella Vista, surgió El Celta, con sede en el Café Rama (Uruguayana y Asencio). Ahí, sobre las mesas, se repartían camisetas. Y el vestuario era un cuartito del fondo. En ese equipo jugaron Matterson, Romero y Canavessi, figuras papales, esos mismos que después llenaban tribunas en partidos de la máxima categoría.
Los encuentros tenían tanta convocatoria que hasta los grandes diarios enviaban fotógrafos como Testoni y Caruso, de El Día, a retratar las jugadas más elegantes.
Y por el barrio Palermo y el Guruyú, bajo el ritmo de tambores y espíritu de conventillo, apareció Mar de Fondo, uno de los cuadros más emblemáticos del fútbol barrial histórico.
En el Cerrito de la Victoria, al lado del cuartel de Chimborazo, canchitas repletas eran testigos de clásicos entre El Lucero e Independiente, muchas veces arbitrados por un vecino famoso: El Turco Esteban Marino, árbitro internacional y zapatero de la zona.
Por esas canchas barriales pasaron nombres que luego fueron campeones del mundo: Ghiggia, Míguez, Schiaffino, Julio Pérez, Vidal.
Como decía el artículo:
“Ahí estuvo la esencia del mejor e inolvidable fútbol uruguayo.”
Un fenómeno que sigue vivo: el mapa actual de las ligas amateurs
Lejos de extinguirse, aquella tradición barrial sobrevivió, mutó y se expandió.
Según el estudio del estadígrafo argentino Gabriel Ladetto Porrini y la actualización de Agustín Montemuiño, Montevideo posee en el siglo XXI una red inmensa de ligas amateurs:
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Liga Universitaria, 8 divisiones, 120 clubes solo en Mayores.
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A.N.F.A., con 15 ligas bajo su órbita.
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Liga América, con 4 divisiones y 49 equipos.
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Liga Integración (22 equipos).
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Liga Uy, con divisionales de la A a la G, más A+ y Master (92 equipos).
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Liga MVD, con 98 equipos.
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Soccer Liga (22 equipos).
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Liga Celeste, con 4 divisiones y categorías +30 y +40 (50 equipos).
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Liga Nueva Punta Carretas, Liga Guruyú, Liga Carrasco, Liga 21, Liga PRO, Liga Banco República, Liga Mariscal, Liga Cooperativa Pre-Senior, Liga Canaria, Liga Prado…
…y muchas más.
La lista es interminable, casi inabarcable.
Pero esa inabarcabilidad es, justamente, la prueba del fenómeno:
el Uruguay sigue siendo un país que juega al fútbol.
En cada barrio.
En cada esquina.
En cada generación.
La raíz de todo
Esta tradición barrial —la de la camiseta lavada en el balde, la del alambrado que se cae, la del juez que es vecino y del golero que llegó tarde porque estaba trabajando— hizo del Uruguay una potencia futbolística antes de que existiera la palabra “potencia”.
Porque en esas canchas desparejas se forjó la gambeta, la picardía, la solidaridad, el sentido colectivo y el orgullo del barrio.
Fue el laboratorio emocional del “garra charrúa”.
Fue la primera escuela, el primer teatro, la primera patria de la pelota.
Y aunque hoy los estadios brillen, aunque el fútbol profesional se haya transformado en un negocio global, en cada gol uruguayo todavía late aquel campito.
La guinda volando entre moñas y risas.
El sol de verano picando en la nuca.
El barrio entero mirando detrás del tejido.
La esencia sigue ahí.
Porque Uruguay, antes que un país futbolero, fue —y es—
una ciudad que inventó un sueño en cada baldío.



