Una novela Clara: Cuando Clara miraba lejos
Ese fue el primer quiebre: descubrir que no todo se puede compartir, ni siquiera con quien se sienta a tu lado. Que hay miradas que no se explican. Que algunas ausencias empiezan mucho antes de volverse definitivas.

AMATEURISMO EN EL BARRIO ARROYO SECO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para DIARIO URUGUAY.
Capítulo 16: Cuando Clara miraba lejos
No ocurrió de golpe.
No hubo un día exacto ni una frase que lo marcara.
El primer quiebre llegó así: despacio, casi sin hacer ruido.
Nicky fue el primero en notarlo, aunque no supo ponerle nombre. Clara empezó a quedarse quieta. No siempre, no de manera evidente. A veces, en medio del recreo, mientras los demás corrían, ella se detenía y miraba hacia algún punto que no estaba allí. Más allá del patio. Más allá del muro. Como si el barrio se abriera en otra dirección que solo ella podía ver.
—¿En qué pensás? —le preguntaba Nicky.
Clara tardaba en responder.
Cuando lo hacía, sonreía.
—En nada.
Pero no era verdad.
Había algo en su forma de ausentarse que inquietaba. No era distracción ni aburrimiento. Era otra cosa. Una retirada breve, silenciosa, como si por momentos se fuera y volviera sin avisar. En el banco del fondo seguía jugando a las gomas de tinta, seguía copiando los deberes, seguía riéndose cuando correspondía. Pero algo había cambiado.
El barrio no preguntaba. El barrio nunca pregunta. Arroyo Seco observaba desde sus veredas, desde los patios con ropa colgada, desde las ventanas abiertas al mediodía. Clara caminaba igual que siempre, pero llevaba los hombros apenas caídos, como si cargara algo que no se veía.
Nicky empezó a acompañarla más. Sin darse cuenta. Esperaba que ella terminara de mirar lejos para hablarle. Le alcanzaba la goma antes de que rodara. Le prestaba atención cuando no decía nada. Era una forma torpe de cuidado, aprendida sin palabras.
A veces, Clara se quedaba mirando el horizonte del barrio. Las vías. Los techos bajos. El cielo partido por cables. Era una mirada que no pedía ayuda, pero tampoco estaba del todo presente. Nicky sentía una incomodidad nueva, una pregunta que no sabía formular.
—¿Te pasa algo?
—No.
Y otra vez esa respuesta.
Corta. Final.
En su casa, Nicky no escuchaba historias sobre la familia de Clara. No se comentaba nada. Nadie decía nada. Como si el silencio también fuera una norma. Pero él intuía. Los chicos intuyen antes de entender. Había algo que no estaba bien, algo que no se contaba, algo que Clara había aprendido a guardar.
Ese fue el primer quiebre: descubrir que no todo se puede compartir, ni siquiera con quien se sienta a tu lado. Que hay miradas que no se explican. Que algunas ausencias empiezan mucho antes de volverse definitivas.
Con el tiempo, esas pausas se hicieron más frecuentes. No más largas, no más evidentes. Solo más habituales. Clara seguía ahí, pero a veces parecía levemente desplazada del mundo. Como si ya estuviera ensayando una forma de irse.
Nicky no lo sabía entonces.
Nadie lo sabía.
Pero el barrio, una vez más, estaba preparando algo.
Y Clara, sin decirlo,
ya estaba aprendiendo
a desaparecer un poco
cada día.

Capítulo 17: El miedo sin nombre
El miedo no llegó como una alarma.
Llegó como una incomodidad leve, apenas un nudo, algo que no se podía señalar con el dedo.
Fue un recreo cualquiera en la escuela Nº 78. El patio estaba lleno de ruido: pelotas que rebotaban, gritos cruzados, risas que se perdían en el aire. Nicky buscó a Clara con la mirada, como lo hacía siempre, sin pensar. Era un gesto automático. Pero esa vez no la encontró de inmediato.
Miró junto al muro.
Miró cerca del aljibe.
Miró donde solían sentarse cuando el sol pegaba fuerte.
Nada.
Siguió caminando entre los demás chicos, esquivando corridas, empujones, voces. El recreo seguía igual, pero algo ya no encajaba. Clara no estaba donde debía estar. No estaba donde siempre estaba.
Entonces la vio.
Estaba parada cerca del portón, lejos del centro del patio. No jugaba. No hablaba con nadie. Miraba hacia afuera de la escuela, hacia la calle Agraciada, como si el recreo no la incluyera. Como si ya hubiera cruzado un límite invisible.
Nicky se acercó despacio. No quiso llamarla. Temió que, si lo hacía, ella no se diera vuelta.
—Clara —dijo al llegar.
Ella tardó un segundo.
Tal vez dos.
Recién entonces giró la cabeza.
—¿Qué mirás? —preguntó él, intentando sonar normal.
—Nada —respondió, otra vez.
Pero esta vez Nicky sintió algo distinto. No fue tristeza. No fue enojo. Fue miedo. Un miedo nuevo, extraño, que no tenía forma. La sensación de que Clara podía irse sin moverse, desaparecer sin dejar el patio, perderse estando ahí.
Sonó el timbre. El recreo terminó. Los chicos empezaron a correr hacia las filas. Clara caminó sin apuro. Nicky la siguió, un paso atrás, como si eso pudiera evitar algo. No sabía qué.
En el banco del fondo, Clara volvió a ser la de siempre. Sacó el cuaderno. Prestó la goma. Copió la fecha. Pero algo ya se había quebrado. Nicky lo sentía en el pecho, como una advertencia temprana.
Durante la clase no pudo concentrarse. Miraba el pizarrón, pero pensaba en el portón, en la calle, en esa forma de mirar lejos. Pensaba, sin saberlo, en la posibilidad de una ausencia.
Cuando sonó el timbre de salida, Clara se levantó antes.
—Nos vemos mañana —dijo.
Nicky quiso decir algo más. Cualquier cosa. Algo que la atara al día siguiente. Pero no encontró las palabras.
—Mañana —respondió.
La vio irse. Solo eso. Caminar hacia la puerta. Mezclarse con los demás. Salir.
Fue entonces cuando entendió, aunque todavía no pudiera explicarlo: Clara no era solo alguien que estaba. Era alguien que podía no estar. Y esa idea, por primera vez, dolió.
El barrio seguía igual.
La escuela seguía igual.
Pero Nicky ya no.
Ese fue el día en que el miedo apareció.
Sin nombre.
Sin motivo.
Como una sombra que se adelanta
a lo que todavía no ocurrió.



