Una novela Clara: La infancia de Nicky
Nicky había encontrado un truco: llevaba en un frasquito de vidrio de remedios un poco de café líquido. Lo mezclaba. Cambiaba el gusto. Transformaba ese desayuno precario en algo más llevadero.

AMATEURISMO EN EL BARRIO ARROYO SECO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para DIARIO URUGUAY.
Capítulo 14: La infancia de Nicky
Antes de que Nicky viera la luz, ya había alguien velando por él.
Blanca.
La nana.
La mujer de manos tibias y voz baja que lo cuidó desde la panza, como si el destino le hubiese confiado una vida antes de que esa vida supiera respirar. Blanca fue presencia, fue sostén y fue abrigo, incluso antes del primer llanto.
En el apartamento 6 de la calle Entre Ríos 1119 todo estaba preparado para recibirlo. Allí vivían también dos gatos, prolijos, elegantes, educados como si entendieran las normas invisibles de la casa. Eran parte del hogar, parte del equilibrio. Pero algo cambió el día en que Nicky llegó al mundo.
La historia se contó siempre en voz baja, como las cosas que dan miedo incluso muchos años después. Nicky dormía en su moisés, al lado de la cama de sus padres. La noche parecía tranquila hasta que uno de los gatos, dicen que por celos, se subió a la cuna. No fue un juego. No fue curiosidad. Fue un gesto oscuro, animal, inexplicable. El padre de Nicky reaccionó a tiempo: lo tomó, lo arrancó del borde del moisés y evitó lo que pudo haber sido una tragedia.
Esa misma noche, sin discusión ni regreso, los gatos salieron de la casa. Bajaron a la calle. Nunca más volvieron. El apartamento 6 no volvió a ser suyo.
Pero no fue el único momento en que la vida de Nicky caminó por la cornisa. Poco después, en los años duros de las inundaciones de 1959, llegó la tos convulsa. El aire húmedo, el agua estancada, el frío que se metía en los huesos. Otra vez el peligro. Otra vez la fragilidad. Otra vez la familia aferrada a la esperanza. Nicky sobrevivió. Como si desde el principio hubiera aprendido a quedarse.
La infancia, luego, floreció.
Fue al Jardín de Infantes de la calle San Juan, en los fondos de la iglesia de la calle Tapes. Un lugar de patios grandes, voces mezcladas y juegos simples. Más tarde, la escuela pública Nº 78, en la esquina de Agraciada y Olivos. Allí empezó a formarse algo que lo acompañaría toda la vida.
Lilita.
La maestra de primer año.
Fue ella quien lo empujó a leer, a dibujar, a mirar con curiosidad. Le mostró que las palabras servían para entender el mundo y que un lápiz podía ser una forma de investigar la realidad. Sin saberlo, sembró en Nicky una inquietud que jamás se apagaría.
Los recreos quedaron grabados para siempre: carreras, risas, secretos dichos al oído. No así la hora de la leche en polvo, espesa y sin alma. Nicky había encontrado un truco: llevaba en un frasquito de vidrio de remedios un poco de café líquido. Lo mezclaba. Cambiaba el gusto. Transformaba ese desayuno precario en algo más llevadero. Pequeñas estrategias de supervivencia infantil.
Pero también hubo responsabilidades.
Demasiadas para un niño.
Los brazaletes.
El rojo con la cruz blanca de la Cruz Roja.
El verde con una inmensa letra S de Seguridad.
Eso significaba quedarse más tiempo. Vigilar la salida de todos los alumnos. Cuidar que nadie cruzara mal, que nadie se lastimara. Mientras otros corrían a sus casas, Nicky cumplía. La infancia también puede ser deber.
Ir a la escuela no era sencillo. Había que levantarse temprano, tomar el ómnibus y, al regreso, subirse al Citroën negro —de esos antiguos— de Anarita, una compañera del barrio. El auto olía a tiempo viejo y a barrio, a trayectos compartidos, a silencios cómplices.
Así creció Nicky.
Entre peligros superados, maestras inolvidables, juegos, responsabilidades y viajes de sacrificio.
Como si desde niño hubiera aprendido que vivir era resistir… y seguir.

Capítulo 15: El banco del fondo
Hay decisiones que parecen pequeñas y terminan marcando una vida.
Lilita no lo sabía, o tal vez sí. En primer año, con la naturalidad de quien ordena un aula, decidió sentar a Nicky y a Clara en el mismo banco. Al fondo. Lejos del pizarrón, cerca del murmullo.
Clara todavía no era Clara. Era apenas una niña del barrio, con la mirada curiosa y una forma particular de escuchar sin mirar. Nicky tampoco era Nicky del todo. Era un chico inquieto, lleno de ideas que no siempre encontraban lugar en la clase. El banco compartido fue una invitación al mundo paralelo.
Desde allí, el aula se veía distinta. El pizarrón parecía más lejano, la voz de la maestra llegaba amortiguada, y el tiempo se volvía más lento. Para combatir el tedio, inventaron juegos. Juegos simples, pero perfectos.
Las gomas de tinta.
Eran pequeñas, redondas, inalcanzables para el bolsillo común. Tener una ya era un privilegio. Tener varias, un tesoro. Las apoyaban en el banco desde cada ángulo extremo, calculaban la distancia, y las impulsaban con el dedo como si fueran bolas de pool. El objetivo era claro y solemne: meter la goma en el tintero del banco. Tanto a tanto. Sin risas fuertes. Sin levantar sospechas. Una competencia silenciosa que los unía.
A veces ganaba Nicky.
A veces Clara.
Siempre ganaban los dos.
El aula seguía adelante, ajena o fingiendo no ver. Pero el destino es torpe y siempre deja huellas. Alguna goma caía al piso. Algún tintero resonaba en el aula. Alguna mirada adulta se giraba demasiado rápido. Entonces llegaba el castigo.
Entre los deberes para casa, escrito con tinta firme, aparecía la sentencia:
“No debo estar ajeno a la clase y poner atención al frente.”
Cien veces.
Cien líneas que Nicky escribía en silencio y a escondidas de su madre Hulvia, pero sin arrepentimiento. Porque cada renglón era, en el fondo, la confirmación de algo compartido. Clara también las escribía. En otra mesa. En otra casa. Pero el castigo los seguía uniendo.
Sin saberlo, el barrio ya estaba haciendo su trabajo. Arroyo Seco, con sus veredas largas y sus rituales invisibles, había decidido cruzarlos. Los sentó juntos, los empujó al fondo, les dio un juego, una complicidad, una falta leve. Plantó una semilla.
Clara era todavía una sombra futura. Una presencia que no pesaba, pero que ya estaba. Nicky no podía nombrarla como algo importante. Nadie podía. Pero el banco del fondo ya los había marcado.
Años después, cuando todo lo demás ocurriera, Nicky volvería a ese lugar. Al banco gastado. Al tintero. A las gomas de tinta rodando en silencio. Entendería entonces que algunas historias no empiezan con palabras grandes.
Empiezan con una goma,
un banco al fondo,
y la sensación inexplicable
de que alguien, sin saberlo,
iba a quedarse para siempre.



