Una novela Clara de barrio
Este es el comienzo de una novela que empecé a escribir inspirada en la historia del barrio Arroyo Seco, una narrativa que entrelaza la transformación de sus quintas en un paisaje urbano con las vidas de sus habitantes a lo largo del tiempo.
AMATEURISMO EN EL BARRIO ARROYO SECO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para DIARIO URUGUAY.
El cauce invisible
Capítulo 1: Los ecos de la quinta
En 1920, el barrio Arroyo Seco de Montevideo aún respiraba el aire de las quintas que se resistían a desaparecer. Entre la incipiente urbanización y los efluvios del puerto, la vida transcurría marcada por el martillo del rematador y la cinta métrica del progreso.
El viejo Antonio, con sus ochenta años a cuestas y una mirada que había visto a las carretas ceder el paso a los tranvías, barría la vereda de su casona en la calle San Fructuoso. Su nieta, Clara, una joven de dieciocho años con sueños de maestra, lo observaba desde el zaguán.
«Abuelo, ¿es verdad que aquí pasaba un arroyo?», preguntó Clara, curiosa.
Antonio detuvo la escoba, su rostro surcado por arrugas se iluminó con un recuerdo. «¡Claro que sí, mija! El mismísimo Arroyo Seco. Pero no te engañe el nombre, que de seco no tenía nada. Sus aguas corrían impetuosas, uniendo estas tierras con el arroyo Morosoli y el Río de la Plata». Señaló con el dedo hacia la cuesta de Agraciada, donde ahora los adoquines cubrían el antiguo cauce.
La casa de Antonio era una de esas mansiones venerables que databan del siglo de la fundación de la ciudad, gastada por los años, las lluvias y el descuido, pero aún en pie. Dentro, las gruesas paredes de ladrillo guardaban historias de generaciones pasadas, de inmigrantes que llegaron buscando un futuro, como los padres del escritor Mauricio Rosencof, que encontraron un hogar en este crisol de clases sociales.
«Todo esto era campo, Clara. Cercos de pita, árboles monumentales…» suspiró Antonio. «Vi cómo el ladrillo se convertía en el príncipe del progreso edilicio, borrando las huertas y los campos de pastoreo».
Clara se acercó a él, sintiendo el peso de la historia en las palabras de su abuelo. En el barrio se mezclaban las historias de las obreras que trabajaban en las nacientes fábricas con las familias patricias que vivían en las grandes casonas. Era un lugar de contrastes, donde la fe se manifestaba en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y el progreso en la imponente mole del Palacio de la Luz.
Esa tarde, mientras el sol teñía el cielo de naranjas y violetas, Clara decidió que ella sería la cronista de su barrio, la que documentaría las pequeñas historias de la gente, las familias grandes y los negocios antiguos, para que el cauce invisible del Arroyo Seco nunca se secara del todo en la memoria de Montevideo. Utilizaría las nuevas imprentas y el dinamismo cultural que empezaba a efervescer en la ciudad para asegurarse de que las historias de sus vecinos, las «pioneras» y los trabajadores, perduraran en el tiempo.



