Una novela Clara: el pulso del Arroyo Seco
La vida en Arroyo Seco no era solo trabajo. Los fines de semana, las familias se reunían en las plazas improvisadas, o se daban una vuelta por el club social del barrio, donde se discutía de política, de fútbol y de tango.

AMATEURISMO EN EL BARRIO ARROYO SECO/Desde Montevideo Eduardo Mérica para DIARIO URUGUAY.
Capítulo 2: El pulso del progreso (1945 – 1960)
La década de los cuarenta trajo consigo un pulso febril al Arroyo Seco. Los ecos de la guerra mundial llegaban amortiguados a Montevideo, pero el progreso industrial resonaba con fuerza en las calles del barrio. Clara, ahora una joven maestra de veinticinco años, compaginaba sus clases en la escuela pública con su verdadera pasión: documentar la vida que bullía a su alrededor.
La casa de Antonio se mantenía estoica, aunque cada vez más rodeada de edificios modernos que desafiaban su altura y su estilo colonial. El viejo Antonio había fallecido, y ahora era Clara quien barría la vereda, sintiendo el mismo peso de la historia que su abuelo le había transmitido.
El barrio se había convertido en un crisol de clases. En la calle Paraguay, las obreras textiles se apuraban cada mañana hacia las fábricas, sus risas y conversaciones llenaban el aire. Cerca de allí, en las casonas que aún conservaban su prestancia, vivían familias con pretensiones de aristocracia, que veían con recelo la llegada del tranvía eléctrico que traía a trabajadores de todos lados.
Un hito transformador fue la inauguración del Palacio de la Luz en 1952. Su mole imponente se erigió como un faro de modernidad y poder estatal. Clara recordaba el día de la inauguración. La gente se agolpaba en las veredas, maravillada por la arquitectura y lo que representaba: la energía que alimentaría el futuro del Uruguay moderno. Para Clara, el edificio era la prueba física de que el viejo arroyo había sido domado, su energía transformada en electricidad que iluminaría cada rincón del país.
Clara se casó con Ricardo, un joven tipógrafo que trabajaba en una de las imprentas que empezaban a florecer cerca de la Aguada. Juntos, compartían el amor por las letras y la historia del barrio. Su primer hijo, Mateo, nació en 1985, en plena efervescencia del país.
«Tenemos que contar su historia, Ricardo,» decía Clara mientras le daba el pecho a Mateo, con un cuaderno de notas en la otra mano. «No solo las historias de los grandes edificios, sino las de las ‘pioneras’, las mujeres que construyeron este barrio con su trabajo y sacrificio. Las obreras, las maestras, las madres solteras que salieron adelante».
La vida en Arroyo Seco no era solo trabajo. Los fines de semana, las familias se reunían en las plazas improvisadas, o se daban una vuelta por el club social del barrio, donde se discutía de política, de fútbol y de tango. La radio siempre estaba prendida, sintonizando las carreras de Maroñas o los discursos políticos que marcaban el compás del país.
Hacia finales de los 50, el Uruguay se sentía en la cresta de la ola. Un país con una democracia robusta, con una economía que prometía prosperidad eterna. Pero en el Arroyo Seco, Clara y Ricardo empezaban a notar pequeñas grietas. Los viejos negocios familiares cerraban, incapaces de competir con los grandes comercios que se instalaban en las avenidas principales. La gente hablaba más de política en la calle, y las discusiones eran cada vez más acaloradas.
Clara sentía que el pulso del progreso, antes tan vibrante, comenzaba a volverse errático. El cauce invisible del arroyo parecía inquieto bajo el cemento. Algo se estaba gestando en el barrio y en el país, algo que cambiaría el rumbo de la familia y de la nación en las décadas venideras.
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